20 enero 2009

Remedio de rescate

No estoy seguro pero creo que se llamaba Lázaro aquel hombre que una noche sin mas dejó de escribir. No porque las ideas hubieran huido de su cabeza, una amnesia total que lo obligara a reaprender todo lo que hasta entonces, casi 44 años, o algún tipo de censura dictatorial amenazará su libertad de expresión. No, simplemente, según recuerdo cuando me lo contó mi tía, que conocía al finado, -y mira que mi esfuerzo por atenderla fue sobrehumano ya que durante aquel viaje en autobús, unos niños desempeñaban perfectamente su papel exigiendo a gritos y preguntando cosas que su madre no sabía como responder en público-, el extraño suceso ocurrido a Lázaro aquella víspera del aniversario luctuoso de Poe fue a causa de las hormigas que no le paraban de salir de la punta de los dedos.

Como cada noche, Lázaro, hombre con trabajo monótono y pocas aficiones, tenía la costumbre o mas bien la instrucción desde que escuchó que Buñuel se obligaba a inventar una historia diariamente para mantener ejercitada su imaginación, de escribir sucesos que hubiera visto en el día, en otras personas o tal vez leído en algún diario. Solía condimentarlos con alguna palabra rara que buscaba en el diccionario y que se esforzaba por encajar de alguna manera u otra en el texto. De calidad literaria no quiero hablar porque me parece que los editores ya lo han hecho al recibir a Lázaro en sus despachos y sentirse víctimas de una broma para televisión.

Lázaro llegaba cada noche a casa del trabajo, vivía solo, dejaba su gabardina color caqui que no dejaba en ninguna estación del año, se preparaba un café y cortaba un trozo de panque que compraba cada semana sin falta a la señora Silvia que con ello se ayudaba y completaba el gasto que su marido derrochaba en sombrillas de diversos colores. Después de la cena se sentaba frente a su maquinita de escribir, y se entregaba a lo que el creía un ejercicio literario con futuro.

Lo primero fue la vista nublada tendiendo a oscuros parpadeos constantes y mil brillos apagados. Se detuvo un momento y para amainar el frío que cubría a falta de calefacción (el portero de edificio cambiaba cada semana y el trámite para componer radiadores nunca se veía acabado), levantó un momento los muslos y colocó debajo sus manos, huesudas y lastimadas por el trabajo de la fábrica (mi tía le llegó a recomendar alguna vez que aprender macramé era sencillo y que juntos podrían vender adornos variados y jubilarse anticipadamente) y poco a poco se quedó dormido.

El cadáver fue hallado la noche siguiente al quejarse la vecina de que su azúcar estaba negra de hormigas. Siguiendo el rastro que la vecina descubrió, la policía entro en el apartamento de Lázaro que apenas se distinguía entre la sombra de puntos que lo cubría de pies a cabeza. Previa fumigación del piso, el cuerpo fue llevado a la morgue, había que descubrir la causa de muerte.
Una vez el cuerpo limpio, habiendo descartado la hipotermia ( los vecinos aprovecharon el suceso y protestaron enérgicamente pues no querían morir de frío como suponían que Lázaro...) y cualquier otra causa, el medico especialista rescata el sandwich de queso que había dejado sobre la plancha (en esta profesión, después de un tiempo, no te creerías la de cosas que pueden hacer estos sujetos junto a un muerto sin inmutarse), y se da cuenta que un hilo negro se mueve hacía el centro de su almuerzo desde el dedo meñique del difunto. Diez diminutos agujeros en la punta de cada dedo de donde hormigas, las sobrevivientes al insecticida, salían como si alguien apretara eternamente el botón de asterisco de la recién comprada maquina de escribir del pobre Lázaro.

Espero en este mes poder comprarme un escritorio decente y no tener que escribir sentado en el piso, esta incómoda posición frente a mi máquina me va dejando la pierna ausente y... ¿ que es eso que me sale del dedo del pie?

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